Fui creciendo entre las calles de este mundo, bajo las luces de este mundo, donde nunca oscurece, donde se oculta la noche bajo farolas amarillas. Se trata de un lugar construido con mucho esfuerzo, a lo largo de mucho tiempo; ha sobrevivido a la furia de catástrofes naturales y a la metralla de grandes guerras, es un mundo de hombres construido por hombres con sus propias manos. Un mundo de grandes avances científicos, donde el bienestar nos abraza a todos. Un lugar y un tiempo en que todo lo podemos esperar de la ciencia, pues la ciencia ficción se ha convertido en ciencia realidad.
Dicen que el siglo de las luces ya pasó, pero lo que yo creo es que, en occidente, vivimos aún en el mundo de las luces. Es fácil verlo desde un avión que vuela sobre Europa o Estados Unidos durante la noche; es de noche, pero en las ciudades hay más luz que oscuridad. Y esto pasa en el “macro-nivel” de las ciudades,
pero también en el “micro-nivel”, es decir, en nuestras casas. Apagad las luces de toda la casa y comprobad, a pesar de todo, cuántas luces siguen encendidas: relojes, despertadores, DVDs, regletas, móviles… Las tormentas que ha habido por aquí estos días me lo han recordado, el apagón de los alrededores me iluminó esta idea: Vivimos en el mundo de las luces.
Y en este mundo de las luces educamos al hombre diciéndole que él es la gran luz que puede iluminar al resto, la luz que no necesita de otras luces, independiente y autosuficiente. Eres completamente libre, completamente poderoso, completamente necesario; eres dios.
Desde pequeños te enseñan a soñar contigo mismo, con tu futuro; se te ofrecen cientos de alternativas y se te da a elegir entre ellas, nadie te obliga a nada, sólo tú eres quien puede y debe decidir, sin trabas. Nadie es quién para decirte qué debes hacer, ni cuando hacerlo ni cómo. Es un mundo que te ofrece libertad. Tú, amigo, eres el protagonista de tu propia historia, tú eres el escritor, tú eres el editor. Si tu historia llega a ser interesante muchos querrán servirte, trabajarán para ti, te venderán y llevarán más lejos, podrás incluso llegar hasta los últimos rincones de la tierra; llenarás escenarios y acapararás conferencias.
Construir un imperio no es ningún juego de niños, puedes construir el imperio de tu propia vida donde, evidentemente, tú eres el emperador; eres el dueño de tu propia vida y eso te convierte en el dueño del mundo.
Sin embargo, el hombre siempre ha temido una cosa, la oscuridad. Es tal el progreso, que cree haberla derrotado. No sé si engañado o simplemente ingenuo, el hombre cree que la oscuridad es ausencia de fotones, y cree vencerla al encender una bombilla. Pero no es la oscuridad más temida aquella que huye cuando las lámparas se encienden; no, la verdadera oscuridad ataca en la soledad, y no le importa que sea día o noche. La verdadera oscuridad, según creo, es la que reina en el mundo actual, es la de los hombres que, en su ceguera, creen ver mejor que nadie. Craso error creer que hemos desterrado la oscuridad más allá de nuestras fronteras de la ciencia. Y error fatal el del hombre que ha creído ser la luz del mundo. Más sabio es aquél ciego de la película “Bella” cuando, en su trozo de cartón, escribió: “Dios me cerró los ojos, ahora puedo ver”.
La humanidad necesita luz, y no me refiero a un nuevo flexo de bajo consumo; lo que necesita es quedar ciega, para poder ver la verdadera luz, que no brilla ahí fuera, sino aquí dentro. Por eso me gusta de vez en cuando una buena tormenta que provoque unos cuantos apagones, porque todas las luces se muestran en su verdadera naturaleza, las artificiales mueren, las reales prevalecen. Aún estoy esperando la gran tormenta que provoque el apagón de occidente.
No sé cuánta vida les queda a las luces de este mundo, pero sí sé una cosa, esas luces son, como nosotros, mortales. Ayer entré en una capilla, estaba prácticamente a oscuras, sin embargo, había una vela encendida…
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