jueves, 23 de febrero de 2012

Ajedrez mental

 A los españoles nos unen muchas características distintas, pero una de las más genuinas es la facilidad que tenemos para arreglar los problemas del mundo desde la terraza del bar. Un par de cañas y unas bravas son ingredientes suficientes para que el español medio se lance sin complejos a arreglar todas esas averías del mundo que ni intelectuales ni políticos han sido capaces de ver.

De todas las conversaciones que se pueden dar entre rondas, hay dos especialmente interesantes. Una es la ya mencionada conversación “arregla-lo-todo”. En ella los participantes están aliados contra el mundo y en una perfecta compenetración (que ya quisieran muchos equipos de futbol) se quejan contra una causa común, y, entre queja y queja, exponen las tan evidentes soluciones para el problema en cuestión. El segundo tipo de conversación y el que, a mi parecer, es más interesante, es aquél en el que los participantes no constituyen miembros de un mismo equipo, sino que se trata más bien de un mano a mano, de un uno contra uno en el que no cabe empate posible. Es lo que una buena amiga llamaría un “ajedrez mental”, en el que no se trata de llegar a acuerdos, se trata de ganar.

Lo que en teoría es una conversación en la que se intenta enterrar la mentira para sacar a la luz la verdad, no es más (y esto es sabiduría popular) que una dura competición en la que cada uno debe proteger a su rey e intentar derrotar al rey contrario en el menor tiempo posible. Como dice Jaime Nubiola “tal como se entiende en español o como se practica habitualmente entre los españoles la discusión es un combate en el que uno de los contendientes pretende más bien vencer que convencer a otro de algo”[1].

También es propio de la pasión hispana (y de un cierto amor a la pelea en cuanto a pelea) el querer vencer incluso cuando no se sabe por lo que se lucha. Más de una vez me ha pasado que, en medio de una encendida disputa, acabo por sorprenderme defendiendo una postura que no era mi postura inicial, una postura que, de hecho, no comparto. ¿Cómo es esto posible? Pues para empezar, porque llega un momento (y este momento llega inconscientemente) en el que ya no importa convencer al otro de alguna cuestión concreta, sino que la misión principal ha pasado a ser llevar la contraria al “oponente”. Diga lo que diga me opongo. Si en una conversación sobre la existencia o no existencia de Dios de repente el otro dijera que le gusta la ensalada mediterránea, estoy seguro de que yo saltaría descontrolado a defender que es mucho mejor, como todo el mundo sabe, la ensalada césar, para luego darme cuenta de que, en realidad, la mediterránea es más sabrosa.

Esto por un lado está bien, pero es fundamentalmente un problema. Estas discusiones no deberían ser un uno contra uno, sino un dos contra uno, dos personas contra un mismo enemigo, la mentira; y esta debería ser una ventaja suficiente para vencer, al menos en muchos de esos casos en los que, al estar los dos hombres enfrentados entre sí, le es más fácil a la mentira campar a uno y otro lado del campo de batalla. La conversación debe tener como meta común el alcanzar la verdad. Por tanto, y espero, Inma, que me perdones por lo que voy a decir, la conversación filosófica por excelencia no es el ajedrez mental.

Tendríamos, pues, que aceptar en estas discusiones la posibilidad de terminar en tablas. De hecho, diría yo, hay que asumir que la mayor parte de las veces va a acabar en tablas. Esto es difícil, hay que vencer el orgullo, hay que vencer los prejuicios y en algunas ocasiones es incluso necesario olvidarse de quién tenemos delante para escuchar simplemente sus palabras, y así poder escuchar la posible verdad que encierren. Para esto es bueno el consejo de Sto. Tomás: “No mires de quién lo oyes sino guarda en tu memoria todo lo que se diga de bueno”. Porque las verdades son verdades, las diga quien las diga.

Sin embargo, voy a dar un paso más. No es suficiente la buena voluntad en la conversación para mostrar la verdad al prójimo, porque las palabras muchas veces son incapaces de mostrar la verdad. Y digo “mostrar” porque las palabras podrán en cierta medida decir la verdad, pero no siempre mostrarla, esto es, hacer que el oyente vea la verdad o la comprenda. Puede escucharla, pero de escucharla a comprenderla, y lo que es más, a aceptarla, hay un gran salto.

Si la verdad es verdadera es porque está en todas las cosas, y si es así entonces no es sólo teoría, la verdad es fundamentalmente práctica. Las palabras son teoría, las obras, práctica, y como la verdad es de los dos tipos, se puede mostrar tanto con palabras como con obras. Muchas verdades se transmiten más cómoda y eficazmente mediante la palabra, pero la experiencia nos dice que las más existenciales, las que cambian nuestro modo de vivir y por tanto las más radicalmente humanas, esas verdades no se nos aparecen en forma de palabras sino en forma de obras.

Creo saber que la verdad fundamental es Dios, y si los evangelistas no se equivocaron al tomar apuntes, Dios es sobre todo Amor. Por eso afirma Juan Pablo II que la Verdad “no puede ser predicada y realizada de ningún otro modo más que amando”[2]. Por eso, en aquellas conversaciones de bar, la verdad que llevan consigo las palabras no se mide tanto en razonabilidad o comprensibilidad, sino en el amor con que son dedicadas a nuestro compañero.




[1] Jaime Nubiola. El taller de la filososfía. EUNSA, Navarra, 2006. P. 203


[2] Juan Pablo II. Cruzando el umbral de la esperanza. 161

domingo, 19 de febrero de 2012

Hallelujah


La mayoría de las veces cuando cantan esta canción no cantan las dos últimas estrofas. Pero es una historia, el final es importante, en el video no la cantan entera, pero aquí abajo dejo la letra completa, espero que os guste.


I've heard there was a secret chord
That David played, and it pleased the Lord
But you don't really care for music, do you?
It goes like this
The fourth, the fifth
The minor fall, the major lift
The baffled king composing Hallelujah

Hallelujah...

Your faith was strong but you needed proof
You saw her bathing on the roof
Her beauty in the moonlight overthrew you
She tied you to a kitchen chair
She broke your throne, and she cut your hair
And from your lips she drew the Hallelujah

Hallelujah...

Baby I have been here before
I know this room, I've walked this floor
I used to live alone before I knew you.
I've seen your flag on the marble arch
Love is not a victory march
It's a cold and it's a broken Hallelujah

Hallelujah...

There was a time when you let me know
What's really going on below
But now you never show it to me, do you?
And remember when I moved in you
The holy dove was moving too
And every breath we drew was Hallelujah

Hallelujah...

Maybe there’s a God above
But all I’ve ever learned from love
Was how to shoot at someone who outdrew you
It’s not a cry you can hear at night
It’s not somebody who has seen the light
It’s a cold and it’s a broken Hallelujah

Hallelujah...

You say I took the name in vain
I don't even know the name
But if I did, well, really, what's it to you?
There's a blaze of light in every word
It doesn't matter which you heard
The holy or the broken Hallelujah

Hallelujah...

I did my best, it wasn't much
I couldn't feel, so I tried to touch
I've told the truth, I didn't come to fool you
And even though it all went wrong
I'll stand before the Lord of Song
With nothing on my tongue but Hallelujah

Hallelujah...

martes, 14 de febrero de 2012

Desde el corazón y la razón

No siempre se puede escribir desde el corazón. De hecho, lo más normal cuando alguien tenga que escribir una tesis, es que tenga que forzarse muchas veces a escribir sin que le apetezca lo más mínimo. No creo que esto sea negativo, al menos no del todo. En un principio lo idóneo me parece que todo lo que digamos, y por tanto todo lo que escribamos, nos salga directamente del corazón, pero no sé si existe persona sobre la tierra que pueda aguantar ese ritmo. Sobre todo si su vida profesional depende precisamente de las palabras.

A lo largo de la vida y de los caminos que cada uno recorre, vamos aprendiendo sobre los temas que nos interesan, aunque sólo sea porque pensamos sobre ellos; y lo perfecto sería dar un paso más y leer o escuchar a otras personas que hayan pensado sobre los mismos temas. Pero, en cualquier caso, vamos razonando sobre una serie de temas que nos interesan, y son esos temas sobre los que deberemos tratar en una tesis doctoral. Si nos interesan, entonces muchas veces podremos hablar de ellos desde el corazón, y sin duda nos saldrán palabras más apasionadas y capaces de atraer la atención de los oyentes. Pero no siempre será así, y es entonces cuando toca jugar ese as que guardamos en la manga, o mejor dicho, que guardamos en la mente. Todas esas divagaciones sobre un tema concreto cuando vas andando por la calle, o cuando estás en clase pero sencillamente no te apetece escuchar al profesor, o quizás durante esas dos o tres horas que has estado delante de un libro de Historia de la filosofía pero sin hacerle el más mínimo caso, todo ese tiempo no es tiempo perdido si lo has dedicado al razonamiento, has entrenado tu razón.

¿Por qué es bueno pensar? Y me refiero a pensar tú contigo mismo sin nadie que te moleste. Porque el corazón es capaz de correr muy rápido e incluso en buena dirección, pero creo que, si somos sinceros con nosotros mismos, nos daremos cuenta de que no siempre se caracteriza por la prudencia. Creo de verdad que es nuestro corazón el que, al final, es el que nos lleva a alcanzar las metas verdaderamente importantes, esas cimas que merecen la pena. Pero no podemos llegar a ellas sin aprender a dejarse guiar por la razón, si no frenamos nuestro corazón en determinadas ocasiones. Quien ha hablado conmigo sobre estos temas sabe muy bien que estoy convencido de que “el corazón tiene razones que la razón no entiende”, pero cuántas veces es más sabia la razón…

Para subir un monte de 2000 metros no hace falta tener pasión por el monte, cualquiera con un mínimo de forma física puede hacerlo. Pero un 8000… eso es otra cosa, hace falta, por encima de todo, pasión. Sí, es cierto, hace falta forma física, pero como diría cualquier filósofo, se trata de una condición sine qua non. Quien te hace llegar a la cima es el corazón.

Por lo mismo, creo que, si hay una parte en nosotros que nos lleva a terminar una tesis, esa es el corazón, pero siempre apoyada sobre la base de la razón. ¿Puede faltar alguna? No, quita una de ellas, y despídete de tu tesis, o en el caso de ser escalador, despídete de la cima a 8000 metros de altura. Jaime Nubiola usa una metáfora que nos puede ilustrar; aunque no la usa en este mismo sentido, todo tiene algo que ver: “El caballo de carreras necesita de riendas y estribos que, aunque parezcan limitar su creatividad, hacen posible que gane la carrera”[1]. La razón son las riendas del corazón.

A lo largo de los años que te estás dedicando a la escritura de la tesis, da mucho tiempo a tener “prontos” de todo tipo y gusto, el tema de la tesis será, de repente, el más aburrido de los temas que podías haber escogido, de hecho, la filosofía será la carrera más aburrida que podrías haber escogido, pueden aparecer pensamientos del estilo de: “tenía que haber hecho ingeniería y estar trabajando ya en inteligencia artificial”. Pero es un engaño, si usamos la razón nos daremos cuenta de que tenemos más razones para seguir y continuar con la tesis sobre lógica de primer orden.

Sin duda esto no solo se puede aplicar a la tesis doctoral o al Everest, me parece una norma de vida, me parece que así debe comportarse el ser humano en todos los ámbitos de su vida. Así fuimos creados, desde el corazón y desde la razón, y así, creo yo, debemos comportarnos.



jueves, 2 de febrero de 2012

Entre columpios

Los hombres somos personajes por naturaleza. Ningún hombre es realmente aburrido; en la gran novela de la vida no existen los malos personajes. No creo que un hombre, al mirar en su interior solo pueda encontrar un pequeño pozo de metro y medio de profundidad y vacío. Lo que le sucede a ese hombre no es que tenga un interior poco profundo, lo que le sucede es que tiene miopía profunda.

“O todo o nada: he aquí el hombre; o concupiscencia o gracia; o abismo que se colma con el objeto infinito, o vorágine que se espanta y absorbe; o paradoja viviente, que en vano se irrita y ensoberbece, o receptáculo de sublime verdad que somete al hombre y le hace rezar; o ignorancia de la propia condición de ser finito hecho para el infinito, o conciencia de sí como límite que infinitamente se sobrepasa. El hombre está hecho para escuchar a Dios o para la muerte eterna”. Así describió Pascal al hombre. Y si el hombre es tal, resulta imposible afirmar que dentro de nosotros no hay nada. Estamos, por lo menos y como mínimo, llenos de posibilidades; me atrevería a decir incluso “infinitas posibilidades”. Una vez oí que ya estaba escrito todo, que no quedaba nada nuevo por escribir. Si el hombre es como dice Pascal entonces todavía no se ha escrito casi nada.

¿Habéis visto algo más poéticamente triste que un parque de niños en una fría tarde de invierno? Las cadenas chirrían con el viento, y se balancean los columpios solitarios por encima de los charcos. Es tan penoso que hasta se le puede encontrar cierta belleza. Pasear por un lugar así a uno le entristece, pero también le detiene, le hace pararse un momento y observar la escena. Y creo que todos podríamos llegar a observar la poesía que se esconde entre los columpios. Una cierta belleza que se manifiesta en forma de nostalgia, o quizás como simple belleza estética.

¿Os habéis fijado en ese mismo parque en una buena mañana de verano? Quizás no haga que te detengas, quizás su belleza poética no sea tan patente, pero al pasar por ahí el estado de ánimo mejora inconscientemente. La multitud de niños y niñas gritan, ríen y lloran, a cada cual más alto; han llegado con sus padres y abuelos para dar vida al parque.

Los hombres somos tan contradictorios como esos parques, tristes y alegres, vivos y muertos, solitarios y acompañados, pero siempre escondemos tras nosotros el secreto de la poesía. Más allá de los columpios y más acá de nosotros mismos se esconde algo. Hay un cierto misterio insondable en la realidad. Tanto dentro como fuera de nosotros; nos topamos con ese gran misterio, ese sin-saber que se esconde en el alma humana.

La inmensidad está dentro y fuera de nosotros y no hace falta inventarse nada para escribir cosas bellas. La realidad ya de por sí es bella. Como dice Jaime Nubiola “La verdad es -¡debe ser!- divertida y puede ser presentada de modo que haga resplandecer su atractivo”[1]. Pero ¿cómo hacer esto? ¿Cómo captar esa verdad que todos intuimos pero que nadie termina de poseer? Y es más ¿Cómo hacer esa verdad atractiva? He preguntado a escritores novatos y me han respondido que lo que hay que tener para escribir es cabeza, es decir, inteligencia; otra me respondió que teniendo empatía con la naturaleza, y un tercero me dijo que teniendo experiencias. Aunque esta tercera respuesta me gusta más, yo propondría otra distinta: la humildad, es decir, que además de saber escribir y leer, y tener una cierta práctica con las palabras, la clave es ser humildes, que no significa sino ser realistas. Bécquer dijo alguna vez: “mientras haya un misterio para el hombre ¡habrá poesía!”[2]. Y es cierto, los misterios existen, y los misterios esconden precisamente lo más espectacular, lo más inimaginable, lo más abrumadoramente bello. Y ¿cómo contemplar un misterio cuando estamos revestidos de soberbia? Por el contrario, vestidos de humildad nos damos cuenta de que siempre “hay algo más”.

Experiencia tenemos todos por el simple hecho de vivir. Pero es la humildad la que te permite ver la grandeza de esas experiencias, su trascendencia, sus implicaciones; es la humildad la que hace que un simple hecho se convierta en experiencia. Cuando uno se hace pequeño e intenta mirar las cosas con ojos de niño se da cuenta de que, en realidad, siempre ha sido pequeño comparado con toda la realidad, lo único viejo en él era la mirada. La vida y el mundo no son aburridos, nuestra vida normalmente no es aburrida, el problema se da cuando nosotros damos por hecho que lo es. Si nos fijamos, siempre pasan cosas emocionantes y divertidas frente a nosotros, cosas que creemos que ya nos conocemos y por ello no nos fijamos en ellas. La introducción de “La historia del Arte” de Gombrich es realmente sugerente a este respecto.

Cuando por fin se han caído las escamas de los ojos y somos capaces de ver la realidad en todo su esplendor, es decir, en todo lo que esconde, es cuando no podemos evitarlo y nos lanzamos a escribir, la inspiración ha comenzado, de alguna forma ya no eres tú quien escribe sino la misma realidad la que se expresa -por muy hegeliano que suene- a través de ti. La humildad ante el mundo es lo que nos permite ver el mundo tal y como es, y el descubrir la belleza que hay en él es lo que nos impulsa a escribir.

No hace falta introducirse en la novela de Lewis Carroll para descubrir el país de la maravillas, lo único necesario es hacerse pequeño para poder entrar por la madriguera de conejo.




[1] Jaime Nubiola. El taller de la filosofía. EUNSA, Navarra (España) 2006. P. 117


[2] Bécquer. Rimas. IV