Las calles de la ciudad estaban ya bañadas por la luz cansada de un Sol moribundo que a penas se sostenía. Salí por la puerta y vi, a mi pesar, lo de siempre, lo mismo que ayer y lo mismo que el día anterior. El sábado y el domingo no se presentaban especialmente bien, pero intenté no pensar mucho en eso.
Tenía ya la mano en el picaporte de la puerta cuando quise darme cuenta de que había llegado a mi destino. Había estado distraído durante todo el trayecto, esquivando gente e ignorando semáforos. Me encontraba mirándome a mi mismo en el reflejo de una puerta de cristal y marco de madera.
Mis recuerdos me devolvieron a esa gran explanada de tierra; tras ella se elevaba una pequeña montaña de árboles y piedra, y al pié, cinco pequeños aventureros dispuestos a llegar hasta la sencilla torre que coronaba el monte. Empezamos a subir. Corriendo bajo la sombra de los árboles y trepando por las grietas que había entre las rocas conseguimos alcanzar, de nuevo, la cima. Nos erguimos en la cima con la mirada fija en la total inmensidad, se abría ante nuestra admiración un amplio paisaje verde, y al fondo, en el horizonte, los altos picos nevados de las montañas. Pero la explanada fue desapareciendo y se fue convirtiendo en asfalto, la gente andando de un lado para otro irrumpieron en mi recuerdo, el sonido de los coches finalmente me devolvió a la realidad. Las rocas y árboles se transformaron en brillantes ventanas, la vieja torre en un moderno pararrayos. Los sueños se transformaron en pesadas rutinas, la admiración en indiferencia, las sonrisas en arrugas, los alocados cabellos en aburridas canas que no hacían nada por frenar su paso. Me encontraba de nuevo frente a mi reflejo.
Al abrir la puerta dejé que se escapara un poco del humo acumulado en el local, tras el golpe de la puerta tuve que acostumbrar mis ojos al cargado ambiente. Era un local pequeño. Todas las mesas estaban ocupadas menos una, en la que aún quedaban dos vasos con media rodaja de limón y los restos de lo que antes fueron sólidos hielos; una atractiva camarera vestida de negro los colocó hábilmente sobre una bandeja de aluminio, vino en mi dirección y me regaló, al pasar, el fuerte aroma de su perfume. Enderecé la mirada y me topé con los profundos ojos marrones de un hombre poco mayor que yo que me observaba desde detrás de la barra mientras se secaba las manos bruscamente con un trapo de tela, su gesto era serio y no parecía gustarle mi presencia. A mi derecha, dos hombres adultos estaban sentados en una mesa criticando encendidamente a algún conocido suyo. Miré el pasillo que había frente a mí y sonreí tímidamente al descubrir, tras el humo, esas cuatro caras brillantes de familiaridad. Estaban al fondo, sentados en una mesa pegada a la pared. Una lámpara que colgaba del techo les bañaba con una tenue luz amarilla.
Me acerqué lentamente donde ellos estaban; hablando silenciosamente y arropados por el ambiente del lugar. Mientras me acercaba, uno de ellos me miró sin apenas mover la cabeza y me dedicó una sonrisa tan sincera que no pude resistirme a devolvérsela. Cuando ya estaba junto a su mesa se hizo un breve silencio, en el que no cupo más que nostalgia. Me hicieron sitio, me senté y continuaron la conversación. Me fijé en ellos, había algo en sus rostros… Sus ojos abiertos de par en par no se parecían en nada a mis tristes ojos entornados, arrugas iguales a las mías no bastaban para ocultarles la sonrisa.
Al principio yo no hablé nada, simplemente me dediqué a escuchar; mirando sus caras, oyendo sus voces, escuchando sus historias y recordando buenos momentos… Momentos en los que nada importaba excepto soñar, momentos en los que el mundo entero se transformaba frente a nosotros, ante la mirada de unos ojos que no comprendían lo irreal.
A cada rato que pasaba iba siendo menos consciente de lo que sucedía más allá de nuestro humilde rincón. Las personas del bar habían desaparecido, tampoco estaban ni el dueño del local ni la camarera de camisa negra, el bar se había quedado para nosotros solos. Toda la calle a oscuras excepto una pequeña esquina de un pequeño local, que brillaba tímidamente. Al cabo de un rato cogí el móvil para ver la hora y vi que un número desconocido me había llamado, me levante de la mesa y me alejé unos pasos para devolver la llamada; observé al fondo la puerta y vi tras ella la oscuridad de la noche, me percaté de que se estaba haciendo tarde cuando de repente una mancha blanca pasó frente a la puerta, les miré a ellos rápidamente y vi que seguían inmersos en la conversación. Se despertó en mí una intensa inquietud, una inquietud que llevaba muchos años dormida. Me olvidé de todo lo que me rodeaba y rápidamente me dirigí hacia la salida, asomé la cabeza fuera del local y pude distinguir un velo blanco de una mujer doblando la esquina; sin pensarlo me apresuré a seguirla; al girar la calle me encontré con docenas de personas frente a mí, andando en mi contra; y vi también, más a delante, entre toda la masa de personas, la tenue luz que desprendían sus blancos ropajes. Fuera quien fuera, se alejaba rápido, y yo apenas podía avanzar por culpa de la gente. Algo me impulsaba para seguirla, no sabía por qué, pero me sentía fuertemente atraído hacia ella, aunque no se dejaba alcanzar fácilmente, quería saber quien era esa mujer.
Cada vez había menos edificios; empezó a haber árboles por las calles; en el suelo, entre las baldosas, asomaba una verde hierba; alguna que otra estrella había comenzado a brillar. Cada vez había menos gente. Cuando esquivé al último ya habíamos dejado la ciudad muy atrás.
Estábamos en pleno campo, había bastantes árboles y arbustos y la hierba era más alta y verde; el cielo era un manto negro con infinidad de estrellas. Yo sentía que me estaba guiando a algún lado, pero ¿a dónde? Todo parecía irreal. Me fui acercando a ella, tenía un largo velo que le llegaba hasta los tobillos, llevaba también un blanco vestido que llegaba hasta el suelo, andaba descalza sobre el césped. Cuando ya estaba a unos pocos metros de ella me di cuenta de que estábamos llegando a un río. No era muy ancho, pero el agua avanzaba rápida y con fuerza, sin embargo, a la vista parecía calmada, y al oído, silenciosa; solo se oía el agradable correr de un riachuelo. Al llegar a las aguas ella se detuvo a esperarme, yo avancé sin prisas hacia ella, un aroma a rosas me envolvió suavemente. Me acerqué a su lado y la miré. La dama me tomó la mano y luego me devolvió la mirada.
Esa mirada me paró el corazón. Todo, absolutamente todo se me olvidó en ese instante. La alegría de sus ojos envuelta por la inmensa paz de su rostro me inspiró una tranquilidad con la que nunca había soñado. Se despertó en mí la mayor de las admiraciones. A nuestros pies, el río avanzaba silencioso.
Me podía haber quedado mirándola durante horas. Pero ella dejó de mirarme para observar el río, quería mostrarme algo; lentamente yo hice lo mismo y bajé la mirada. Vi las oscuras aguas que corrían, creía no entender lo que ella observaba cuando extendió el brazo e iluminó una pequeña parte del río; pude ver a través del agua y vi un pequeño banco de peces que nadaban a contra corriente. Brillaban ahora en la oscuridad.
Al abrir los ojos pude ver las cuatro sonrisas de oreja a oreja que ellos me dedicaban. La alegría me invadió por completo, y mientras una lágrima corría por mi mejilla, ellos terminaron su historia: