(ensayo para mi asignatura filosofía del lenguaje)
Estaba yo obsesionado, buscando la precisión. Soy un hombre de ciencia, de conocimiento, y pienso que tendré más conocimiento cuanta más exactitud tenga con respecto a las cosas del mundo. Cuanto más exactamente pueda conocer y referirme a la realidad, más conocimiento tendré; y para alcanzar la exactitud necesito primero de la precisión. Por ello me dediqué a buscar en el mundo por donde pudiese encontrar exactitud y precisión, huyendo siempre de toda vaguedad.
Desde el principio vi claramente que el amor, la pasión, el deseo y cosas por el estilo se alejan descaradamente de la precisión que busco: ni siquiera puedo saber si, cuando amo algo o alguien, estoy, en realidad, amándome a mí mismo en lugar de a ella. O si cuando odio no estoy en realidad odiándome a mí mismo; y eso sin mencionar lo complicado que es saber cuándo estamos realmente amando u odiando; son cosas fácilmente confundibles.
En cambio, me parecía claro que la precisión y exactitud eran más propias de los conceptos matemáticos; en ningún otro saber encuentro mayor perfección. Los historiadores están tan obsesionados en hacer parecer que la historia sea como ellos quieren que sea que simplemente se dedican a distorsionarla. Lejos se quedan de la exactitud. Pensé también en el lenguaje: las palabras denotan objetos ¿No? ¿Encontraría ahí la precisión? En realidad no me hizo falta mucha reflexión para darme cuenta de lo vago que puede resultar el lenguaje, lejos de ser algo unívoco lo encontré algo verdaderamente confuso, y cuanto más profundizaba en el tema más sombras encontraba. El hecho de que un solo objeto pueda ser nombrado con palabras distintas, o lo que considero peor: que una sola palabra pueda nombrar cosas completamente diferentes, hasta el punto de que se puede denominar de la misma forma a un color cualquiera y a una persona. No, la vaguedad del lenguaje es innegable, y eso lo hace imperfecto.
Poco a poco me fui acercando a la ciencia. Fijé mi atención en uno de los conceptos más sencillos de la física, me refiero al concepto de “metro” ¡tan preciso y perfecto! Todos saben lo que es un metro, y si no, cogemos una regla y vemos qué distancia constituye un metro. Me pareció algo unívoco al principio, pero llegó la decepción al pensar un tiempo sobre ello (Como el mismo Russell indica en su artículo “Vaguedad”): una regla nos parece precisa porque nuestros sentidos, por sí solos, no son capaces de precisar más, pero en realidad, en lo material, no existen dos metros iguales. Si observamos con un microscopio veremos que la distancia que hay entre los extremos de una regla no es la misma que la de otra regla cualquiera. Y sin embargo decimos que son todas “reglas de un metro”. ¿Cuál de ellas es de un metro y cual está equivocada?
Me di cuenta entonces de que en lo material no encontraría la precisión que buscaba, en la medición material de la realidad no cabe exactitud alguna, tan solo existe en mi pensamiento. Un metro es un concepto preciso solo en cuanto a concepto, pero al “aplicarlo” sobre lo material pierde todo su carácter de precisión. Lo mismo sucede con el concepto de “punto”: no existen puntos en la realidad, pues cualquier cosa que cojas estará formada por puntos, y cualquier punto que cojas de ese objeto dejará de ser punto en el momento en el que lo midas; nuestra mente siempre puede seguir dividiendo en puntos o en partes indefinidamente, pero esto es porque es una propiedad de nuestro pensamiento: somos capaces de dividir: aunque no sea capaz de romper una piedrecita en dos, mi mente si es capaz de comprender que esa piedra se puede separar en dos, y a su vez, cualquiera de esos trocitos se puede volver a dividir… así hasta el infinito.
Pero volviendo al tema que me ocupa: parece que ya he encontrado dónde está la precisión, al menos en lo que se refiere a mi relación con la realidad: está en mi mente, en algunos de mis conceptos, como el de punto o recta. Pero al verme ya allí, en la meta de mi búsqueda, me encontré sin sentido, hueco. Después de haber rechazado tantos saberes distintos por ser imperfectos, imprecisos; ¿Ahora de qué me serviría tanta precisión? Me he dado cuenta de que el lenguaje no es perfectamente preciso, pero la mayoría de las personas siguen contentas con él. Me he dado cuenta de que la mayoría no prefiere tanto un lenguaje perfecto, preciso, unívoco, como un lenguaje que permita engañar, un lenguaje en el que quepa confusión, uno que cause mal entendidos; también un lenguaje que permita la poesía, un lenguaje, en definitiva, con el que se pueda jugar. Y es que la perfección del lenguaje no está en él mismo, sino que está en nosotros; toda la perfección que pueda alcanzar un lenguaje reside sencilla y únicamente en nosotros, aquellos que lo usamos y que decidimos el modo de usarlo.