Los hombres somos personajes por naturaleza. Ningún hombre es realmente aburrido; en la gran novela de la vida no existen los malos personajes. No creo que un hombre, al mirar en su interior solo pueda encontrar un pequeño pozo de metro y medio de profundidad y vacío. Lo que le sucede a ese hombre no es que tenga un interior poco profundo, lo que le sucede es que tiene miopía profunda.
“O todo o nada: he aquí el hombre; o concupiscencia o gracia; o abismo que se colma con el objeto infinito, o vorágine que se espanta y absorbe; o paradoja viviente, que en vano se irrita y ensoberbece, o receptáculo de sublime verdad que somete al hombre y le hace rezar; o ignorancia de la propia condición de ser finito hecho para el infinito, o conciencia de sí como límite que infinitamente se sobrepasa. El hombre está hecho para escuchar a Dios o para la muerte eterna”. Así describió Pascal al hombre. Y si el hombre es tal, resulta imposible afirmar que dentro de nosotros no hay nada. Estamos, por lo menos y como mínimo, llenos de posibilidades; me atrevería a decir incluso “infinitas posibilidades”. Una vez oí que ya estaba escrito todo, que no quedaba nada nuevo por escribir. Si el hombre es como dice Pascal entonces todavía no se ha escrito casi nada.
¿Habéis visto algo más poéticamente triste que un parque de niños en una fría tarde de invierno? Las cadenas chirrían con el viento, y se balancean los columpios solitarios por encima de los charcos. Es tan penoso que hasta se le puede encontrar cierta belleza. Pasear por un lugar así a uno le entristece, pero también le detiene, le hace pararse un momento y observar la escena. Y creo que todos podríamos llegar a observar la poesía que se esconde entre los columpios. Una cierta belleza que se manifiesta en forma de nostalgia, o quizás como simple belleza estética.
¿Os habéis fijado en ese mismo parque en una buena mañana de verano? Quizás no haga que te detengas, quizás su belleza poética no sea tan patente, pero al pasar por ahí el estado de ánimo mejora inconscientemente. La multitud de niños y niñas gritan, ríen y lloran, a cada cual más alto; han llegado con sus padres y abuelos para dar vida al parque.
Los hombres somos tan contradictorios como esos parques, tristes y alegres, vivos y muertos, solitarios y acompañados, pero siempre escondemos tras nosotros el secreto de la poesía. Más allá de los columpios y más acá de nosotros mismos se esconde algo. Hay un cierto misterio insondable en la realidad. Tanto dentro como fuera de nosotros; nos topamos con ese gran misterio, ese sin-saber que se esconde en el alma humana.
La inmensidad está dentro y fuera de nosotros y no hace falta inventarse nada para escribir cosas bellas. La realidad ya de por sí es bella. Como dice Jaime Nubiola “La verdad es -¡debe ser!- divertida y puede ser presentada de modo que haga resplandecer su atractivo”[1]. Pero ¿cómo hacer esto? ¿Cómo captar esa verdad que todos intuimos pero que nadie termina de poseer? Y es más ¿Cómo hacer esa verdad atractiva? He preguntado a escritores novatos y me han respondido que lo que hay que tener para escribir es cabeza, es decir, inteligencia; otra me respondió que teniendo empatía con la naturaleza, y un tercero me dijo que teniendo experiencias. Aunque esta tercera respuesta me gusta más, yo propondría otra distinta: la humildad, es decir, que además de saber escribir y leer, y tener una cierta práctica con las palabras, la clave es ser humildes, que no significa sino ser realistas. Bécquer dijo alguna vez: “mientras haya un misterio para el hombre ¡habrá poesía!”[2]. Y es cierto, los misterios existen, y los misterios esconden precisamente lo más espectacular, lo más inimaginable, lo más abrumadoramente bello. Y ¿cómo contemplar un misterio cuando estamos revestidos de soberbia? Por el contrario, vestidos de humildad nos damos cuenta de que siempre “hay algo más”.
Experiencia tenemos todos por el simple hecho de vivir. Pero es la humildad la que te permite ver la grandeza de esas experiencias, su trascendencia, sus implicaciones; es la humildad la que hace que un simple hecho se convierta en experiencia. Cuando uno se hace pequeño e intenta mirar las cosas con ojos de niño se da cuenta de que, en realidad, siempre ha sido pequeño comparado con toda la realidad, lo único viejo en él era la mirada. La vida y el mundo no son aburridos, nuestra vida normalmente no es aburrida, el problema se da cuando nosotros damos por hecho que lo es. Si nos fijamos, siempre pasan cosas emocionantes y divertidas frente a nosotros, cosas que creemos que ya nos conocemos y por ello no nos fijamos en ellas. La introducción de “La historia del Arte” de Gombrich es realmente sugerente a este respecto.
Cuando por fin se han caído las escamas de los ojos y somos capaces de ver la realidad en todo su esplendor, es decir, en todo lo que esconde, es cuando no podemos evitarlo y nos lanzamos a escribir, la inspiración ha comenzado, de alguna forma ya no eres tú quien escribe sino la misma realidad la que se expresa -por muy hegeliano que suene- a través de ti. La humildad ante el mundo es lo que nos permite ver el mundo tal y como es, y el descubrir la belleza que hay en él es lo que nos impulsa a escribir.
No hace falta introducirse en la novela de Lewis Carroll para descubrir el país de la maravillas, lo único necesario es hacerse pequeño para poder entrar por la madriguera de conejo.
[1] Jaime Nubiola. El taller de la filosofía. EUNSA, Navarra (España) 2006. P. 117
[2] Bécquer. Rimas. IV
“O todo o nada: he aquí el hombre; o concupiscencia o gracia; o abismo que se colma con el objeto infinito, o vorágine que se espanta y absorbe; o paradoja viviente, que en vano se irrita y ensoberbece, o receptáculo de sublime verdad que somete al hombre y le hace rezar; o ignorancia de la propia condición de ser finito hecho para el infinito, o conciencia de sí como límite que infinitamente se sobrepasa. El hombre está hecho para escuchar a Dios o para la muerte eterna”. Así describió Pascal al hombre. Y si el hombre es tal, resulta imposible afirmar que dentro de nosotros no hay nada. Estamos, por lo menos y como mínimo, llenos de posibilidades; me atrevería a decir incluso “infinitas posibilidades”. Una vez oí que ya estaba escrito todo, que no quedaba nada nuevo por escribir. Si el hombre es como dice Pascal entonces todavía no se ha escrito casi nada.
¿Habéis visto algo más poéticamente triste que un parque de niños en una fría tarde de invierno? Las cadenas chirrían con el viento, y se balancean los columpios solitarios por encima de los charcos. Es tan penoso que hasta se le puede encontrar cierta belleza. Pasear por un lugar así a uno le entristece, pero también le detiene, le hace pararse un momento y observar la escena. Y creo que todos podríamos llegar a observar la poesía que se esconde entre los columpios. Una cierta belleza que se manifiesta en forma de nostalgia, o quizás como simple belleza estética.
¿Os habéis fijado en ese mismo parque en una buena mañana de verano? Quizás no haga que te detengas, quizás su belleza poética no sea tan patente, pero al pasar por ahí el estado de ánimo mejora inconscientemente. La multitud de niños y niñas gritan, ríen y lloran, a cada cual más alto; han llegado con sus padres y abuelos para dar vida al parque.
Los hombres somos tan contradictorios como esos parques, tristes y alegres, vivos y muertos, solitarios y acompañados, pero siempre escondemos tras nosotros el secreto de la poesía. Más allá de los columpios y más acá de nosotros mismos se esconde algo. Hay un cierto misterio insondable en la realidad. Tanto dentro como fuera de nosotros; nos topamos con ese gran misterio, ese sin-saber que se esconde en el alma humana.
La inmensidad está dentro y fuera de nosotros y no hace falta inventarse nada para escribir cosas bellas. La realidad ya de por sí es bella. Como dice Jaime Nubiola “La verdad es -¡debe ser!- divertida y puede ser presentada de modo que haga resplandecer su atractivo”[1]. Pero ¿cómo hacer esto? ¿Cómo captar esa verdad que todos intuimos pero que nadie termina de poseer? Y es más ¿Cómo hacer esa verdad atractiva? He preguntado a escritores novatos y me han respondido que lo que hay que tener para escribir es cabeza, es decir, inteligencia; otra me respondió que teniendo empatía con la naturaleza, y un tercero me dijo que teniendo experiencias. Aunque esta tercera respuesta me gusta más, yo propondría otra distinta: la humildad, es decir, que además de saber escribir y leer, y tener una cierta práctica con las palabras, la clave es ser humildes, que no significa sino ser realistas. Bécquer dijo alguna vez: “mientras haya un misterio para el hombre ¡habrá poesía!”[2]. Y es cierto, los misterios existen, y los misterios esconden precisamente lo más espectacular, lo más inimaginable, lo más abrumadoramente bello. Y ¿cómo contemplar un misterio cuando estamos revestidos de soberbia? Por el contrario, vestidos de humildad nos damos cuenta de que siempre “hay algo más”.
Experiencia tenemos todos por el simple hecho de vivir. Pero es la humildad la que te permite ver la grandeza de esas experiencias, su trascendencia, sus implicaciones; es la humildad la que hace que un simple hecho se convierta en experiencia. Cuando uno se hace pequeño e intenta mirar las cosas con ojos de niño se da cuenta de que, en realidad, siempre ha sido pequeño comparado con toda la realidad, lo único viejo en él era la mirada. La vida y el mundo no son aburridos, nuestra vida normalmente no es aburrida, el problema se da cuando nosotros damos por hecho que lo es. Si nos fijamos, siempre pasan cosas emocionantes y divertidas frente a nosotros, cosas que creemos que ya nos conocemos y por ello no nos fijamos en ellas. La introducción de “La historia del Arte” de Gombrich es realmente sugerente a este respecto.
Cuando por fin se han caído las escamas de los ojos y somos capaces de ver la realidad en todo su esplendor, es decir, en todo lo que esconde, es cuando no podemos evitarlo y nos lanzamos a escribir, la inspiración ha comenzado, de alguna forma ya no eres tú quien escribe sino la misma realidad la que se expresa -por muy hegeliano que suene- a través de ti. La humildad ante el mundo es lo que nos permite ver el mundo tal y como es, y el descubrir la belleza que hay en él es lo que nos impulsa a escribir.
No hace falta introducirse en la novela de Lewis Carroll para descubrir el país de la maravillas, lo único necesario es hacerse pequeño para poder entrar por la madriguera de conejo.
[1] Jaime Nubiola. El taller de la filosofía. EUNSA, Navarra (España) 2006. P. 117
[2] Bécquer. Rimas. IV
Mucha poesía tiene este texto... Quizá por eos me haya gustado especialmente, Atalaya (¿Chema? ¿Altísimo?). Ciertamente, sólo en el misterio se encuentra la poesía, lo evidente no puede poetizarse. Pero lo evidente no existe: entre todo lo que nos rodea, hasta lo más tonto está impegnado de esa magia que el escritor no creo, sólo plasma.
ResponderEliminar*no crea, sólo plasma.
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